Hace mucho tiempo que no escribo y es que han pasado tantas
pero tantas cosas.
Lo primero fue un viaje.
Planeamos durante un año, un viaje para los seis. Tuvimos que combinar
intereses, expectativas y personalidades para diseñarlo. Durante más de un año no
tomamos vacaciones, nos medimos en los gastos y todo tenía sentido por este
viaje.
Así fue como pudimos vivir una experiencia tan
poderosa como familia, que creo que jamás se nos olvidará y pasarán los años y
las anécdotas estarán aquí entre nuestras risas.
No fue sólo un viaje, fue una tarea llena de trabajo en
equipo. No íbamos a descansar o solo a divertirnos: íbamos a aprender, a
recorrer a mirar desde otra perspectiva que es lo que nos regalan los viajes.
Entonces tuvimos todos
que aprender a tener paciencia, a esperarnos en nuestros tiempos, en respetar
nuestras diferencias, en emocionarnos con la alegría propia y la del otro. Así
fue como nos conocimos en lo más íntimo de cada uno. No podíamos separarnos y debíamos
hacer todo juntos y todo el día.
Vimos cómo en nuestra dinámica funcionaban muy bien los
pares, siempre los intereses comunes eran para dos o cuatro y los demás
acompañaban. Así podíamos cambiar constantemente de pareja para caminar,
subirse a un bus, contar un chiste o admirar un paisaje. Somos todos diferentes
pero también nos parecemos y lo precioso fue encontrarnos y disfrutarnos en
cada momento.
También aprendimos a repartirnos ciertos roles, agradecer la
fortaleza del otro para apoyarnos y estar atentos a quien necesitara ayuda.
Aprendimos a ser inmensamente flexibles pues todos los planes podían torcerse
con una lluvia y también aprendimos a agradecer el momento pues siempre era
mágico e importante para cada uno de nosotros.
Volvimos conociéndonos mejor, queriéndonos más y con la
complicidad chispeante de todo lo aprendido, de todo lo vivido, pero también
con esa sensación de que unidos podemos llegar hasta donde queramos ir y
siempre contamos con cada uno de los demás.